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Cuando leo en artículos que la mayoría de personas cuando les preguntan ¿Cuál es el día más feliz de tu vida? Responden con certeza y claridad, cuando nació mi hijo/hija no puedo evitar sentirme culpable.

Yo revivo lo que fue para mí ese día, amanecí con el corazón a flor de piel, había llegado el día de conocerte, no paraba de dar vueltas de un lado a otro por la casa para estar lista para el momento de irnos al hospital, era una cesaría programada por lo que estábamos listos hace mucho tiempo, pero lo que no esperábamos es que 3 hrs antes de lo planeado, se me rompió la fuente… no había duda ese era el día en el que tu querías venir al mundo.

En el hospital todo paso muy rápido, se tuvo que adelantar el procedimiento no tuve tiempo ni de ponerme demasiado nerviosa. Sin duda el momento en el que salió mi hija y escuche su llanto será un instante imborrable de mi mente, de repente todo lo que había soñado por muchos años estaba sucediendo, era una realidad, me había convertido en madre de una beba sana, que más podía pedirle a la vida, era el primer día de nuestra vida juntas.

Cuando me la pusieron sobre mi pecho para iniciar el piel con piel no pude evitar sentir cierta confusión, ¿ese bebé llorando era mi hija? ¿Para siempre?, pero si nunca la había visto, de cierta forma éramos extrañas la una con la otra, no lograba reconocerla a pesar de haber estado juntas 9 meses, incluso físicamente no miraba nada de mí en ella, el vínculo no fue inmediato como pensaba y me invadió el miedo.

Pasaron algunos minutos cuando su boquita se pegó a mis pechos de inmediato, succionaba como si lo hubiese hecho toda la vida, esa sensación hermosa de sentir que alimentas a otro ser humano duró muy poco, unas horas después comencé a sentir un calambre que terminaba en mi vientre cada vez que succionada y mis pechos estaban agrietados, solo pensar que en menos de 1 hora volvería a prenderse de mí me daba angustia, sin embargo, sabía que esas horas eran importante para ella por el calostro, así que respire profundo en cada ocasión y continúe.

Al contrario de lo que todas las mujeres dicen: «cuando vi a mi bebé se acabaron todos mis dolores!», en mi caso fue al revés, al ser cesaría cuando nació comenzaron todos los míos, algunas horas después mi cuerpo empezó a sentirse tirante, incómodo y adolorido, prácticamente no podía moverme de la cintura para abajo. Al bajar mi mirada hacia mi abdomen y no ver la hermosa protuberancia que tenía hace unas horas y que me hacía sentir plena, sentí por unos instantes un vacío en mi vientre que me dejó triste, como si mi bebé me hubiese abandonado, ahora debía compartir su compañía con el resto del mundo.

Encontrarme a cientos de kilómetros de distancia de mi familia me hacía sentir una felicidad incompleta, ¿cuánto me hubiese gustado ver sus caras ese día?, pero éramos solo los tres en medio de una pandemia, encerrados en un cuarto de hospital, no hubo flores, regalos, ni visitas. Esa noche dormí muy poco, mi mente daba vueltas y vueltas, mis dolores aparecían cada dos horas, mi respiración agitada por debajo de una mascarilla, pero unos ojitos abiertos en la oscuridad me miraban desde mi pecho en silencio con una dulzura, en ese momento volví al presente y supe todo estaría bien, aunque ese día no hubiese sido como me lo había imaginado, era perfecto.

Ese día que nació mi hija, también nació una mamá con miedos e incertidumbres, ese día debía sentirme feliz pero no podía, por mi mente pasaban consecutivamente preguntas ¿si le sucede algo a mi hija? ¿Y seré una buena madre? ¿Y si podré con todo?

Ese día solo necesitaba a mi mamá.

Texto y foto: Rocio Rodríguez

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